Seis de la mañana indicaba el gran reloj en la pared. Yo, un
pescador de sueños, irónicamente no
podía dormir, me tenía desvelado un nuevo mundo que había encontrado por
casualidad.
Anteriormente, pasaba mis días de casa en casa buscando
sueños, deseos o momentos de alegría, de ellos me alimentaba, por ellos yo
seguía con vida, pero para mí, esas vidas monótonas y rutinarias no eran más
que una laguna, un estanque en el que permanecía atorado sin conocer nada
mejor. En la vida de esas personas no había ni aventura ni emoción, ni pasión
ni sueños, solo trabajo, estudio y estrés.
Estaba harto de guardar recuerdos que no eran míos, de
apropiarme de momentos que no había experimentado, de desear que ellos vivieran
mas sus vidas para yo poder disfrutarlas.
Hace unos días que todo eso cambio. Encontré sin estar
buscando, un océano. Pasaba mis noches enteras pescando en él; en mares de
palabras con olas llenas de experiencias que me golpeaban con fuerza y yo me
empapaba en ellas, no podía detenerme hasta el alba, cuando agotado volvía a mi
rincón y reposaba.
Había tenido varios hogares durante toda mi eternidad,
cuevas húmedas, nubes suaves, puentes melancólicos. En este último me
encontraba cuando tuve que cambiar mi residencia. Una joven, a paso lento y sin
más esperanza en su rostro, se había lanzado desde allí y donde una tragedia
sucede no puede haber sueños, deseos o momentos de alegría. Fui a parar a un
pequeño edificio, lleno de unos raros estuches de cuero, de cartón o incluso de
plástico que albergaban papeles dentro, y en ellos había palabras, muchas
palabras, que conformaban una historia, un pequeño río en el que me podía zambullir,
y todos esos estuches juntos iban como ríos paralelos que desembocaban en el
océano en el que me pasaba noches y noches pescando como un loco. Parece que contradigo
lo que en un comienzo narraba, pero no: todas esas historias no las había
vivido yo, es cierto, pero eran parte de mí, me hacían sentir que formaba parte
de la historia, que allí es donde por fin pertenecía.
Los días pasaban y cada vez los libros eran menos, el mundo
que había creado a mí alrededor se desmoronaba y no podía hacer nada para
evitarlo. Sin nada que ocupara mi interés veía desde mi rincón como los hombres
entraban sacaban un estuche y se lo llevaban, días después lo devolvían. Pero
algo llamó mi atención. Algunas personas dejaban estuches que no pertenecían
aquí. Eso significaba tal vez… ¿Qué había más estuches que descubrir? ¿Dónde
los fabricaban?
Me decidí por fin dejar
el edificio en busca de nuevas historias.
Muchas veces encontraba que mis pequeños ríos se repetían, lo cual me
decepcionaba, pero no los rechazaba, volvía a navegar en ellos porque una vez
que volvía a posar mis manos en ellos la magia volvía a surgir y nuevamente
formaba parte de una historia, la corriente ya no era tan fuerte como antes,
pero al final siempre terminaba siendo un gran viaje. En mi eterna búsqueda encontré
nuevos estuches, pero siempre llegaban a su fin, y nunca parecían ser
suficientes. Me sentía nuevamente como un intruso, y pensé en aquella mujer que
perturbó mi antiguo hogar. Capaz ella también se sentía una intrusa en esta
vida, capaz mientras yo vivía de sueños, deseos y momentos de alegría ajenos
ella no tenía ninguno.
Alejandra: en tu relato hay pasajes conmovedores y sensibles e imágenes bellas como vehículo de una idea que no resulta fácil de asir pero que estremece a pesar de ser tan evasiva.
ResponderEliminar¡Muy buen trabajo!
Rever uso de algunas preposiciones.
Nota: 9